miércoles, 30 de noviembre de 2011

Buba



Una de las manijas se aferraba a la mano
y no había manera de librarse de ella.
Éramos seis.
El ataúd nos llevaba lentamente
Corcoveando por las circuncisas callecitas.

Uno hablaba del calor,
El otro atendía el celular
(después de todo tenía dos manos)
y el jazán, adelante, recitaba una rebanada de la Toráh
como si repasara en voz audible la lista del supermercado.

Yo me entretenía leyendo los apellidos
acostados a derecha e izquierda.
Isaacson, Madera, Rabinovich
Edelstein, Salzman, Litvak,
Zukerberg, Klerman, Gelstein, Chemerinski.
Sentí que estaba guarecido,
a cubierto de cualquier daño.
En ese lugar
a nadie se le habría ocurrido maltratarme.

Seguíamos al jazán
Como a un mesías,
Nos estaban guiando hacia a la tierra prometida.
Y al escribir esto, descubro la verdad:
Nos dirigíamos a la tierra prometida.
Estaba en el fondo,
allá nomás,
donde los peones, pala en mano,
daban los últimos toques al rectángulo vacío,
desencajando parte de mis raíces.



jueves, 10 de noviembre de 2011

Metí la mano en la memoria

Metí la mano en la memoria
y revolví.
A ciegas, como en un sorteo
saqué, al azar, un recuerdo.

Era una lluvia remota,
inaccesible
y yo, un inocente,
no logro evocar ahora dónde caía.
Ni cuándo.
En la memoria sólo pervive esa única lluvia
ese singular chaparrón
que insiste en seguir empapándome
todavía, sobre mis setenta y dos años.

Volví a meter la mano.

Esta vez la ventura
hizo que sacara una bofetada
seca, enérgica,
llegada con fuerza
desde la mano de un señor,
quizá mi padre.
Se clava aún esa palma en la mejilla derecha.
En la tierna y candorosa mejilla
de una criatura
de setenta y dos años.

Señor, cómo duelen en la memoria las bofetadas.

Y volví a meter la mano varias veces
y también el azar metió su mano
y la niebla
y la bruma
y volví a sacar recuerdos inmarcesibles,
que ya ni sé si me pertenecen
o quizá estuve yo desvalijando a otro
de sus propios acontecimientos
pero que lo mismo
quisiera ya dejar de recordar.