miércoles, 30 de noviembre de 2011

Buba



Una de las manijas se aferraba a la mano
y no había manera de librarse de ella.
Éramos seis.
El ataúd nos llevaba lentamente
Corcoveando por las circuncisas callecitas.

Uno hablaba del calor,
El otro atendía el celular
(después de todo tenía dos manos)
y el jazán, adelante, recitaba una rebanada de la Toráh
como si repasara en voz audible la lista del supermercado.

Yo me entretenía leyendo los apellidos
acostados a derecha e izquierda.
Isaacson, Madera, Rabinovich
Edelstein, Salzman, Litvak,
Zukerberg, Klerman, Gelstein, Chemerinski.
Sentí que estaba guarecido,
a cubierto de cualquier daño.
En ese lugar
a nadie se le habría ocurrido maltratarme.

Seguíamos al jazán
Como a un mesías,
Nos estaban guiando hacia a la tierra prometida.
Y al escribir esto, descubro la verdad:
Nos dirigíamos a la tierra prometida.
Estaba en el fondo,
allá nomás,
donde los peones, pala en mano,
daban los últimos toques al rectángulo vacío,
desencajando parte de mis raíces.



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