lunes, 25 de octubre de 2010

I´M SORRY

Lo siento.
I´m sorry, dicen los americanos.
Estoy apenado.
Lo siento.

Lo siento por el amigo
Por la amiga
A quienes ya no veré.
Lo siento.

Lo siento por aquella criatura.
Lo siento.

Lo siento
Por una traición.
Lo siento.

Lo siento por las hijas
a quienes no volveré a ver,
a disfrutar,
porque pervivirán,
persistirán.
Lo siento.

Lo lamento, baby.
Lo lamento porque mis células
Ya se alejan
Una por una
Una tras otra
Y te voy dejando así,
De a poco,
Suavemente,
Para que no te des cuenta,
Para que creas que still,
I am.

I´m sorry, baby.

domingo, 3 de octubre de 2010

Ya son setenta

Ya son setenta
Los años que vengo alimentando la vida.
La vida que ahora
Muerde la mano de su dueño.

Como un muñeco
Me pongo a ladrar por su boca,
(Ladro por boca de la vida)
Sin saber quién es el ventrílocuo,
Quién el títere.
Quién está sentado sobre la falda de quién.

Ardo en silencio,
En vano.
Como la desabrigada brasa
Bajo la parrilla vacía,
Cuando ya  todos están saciados,
Hartos de vida.

Ardo yermo,
Infecundo.

Marcho al igual que el reloj
En la oscuridad de la anónima alcoba,
Sin nadie que me averigüe.

Para quién ardo
Para quién marco la horas.
Para quién ladro.

Vuelvo la cabeza

               Vuelvo la cabeza

               en busca del cementerio de los años dulces.


               De los padres y  abuelos

               de este señor

               que jugaba con una locomotora de lata

               y que ahora recuerda

               ciertas mandíbulas sin rostro

               un par de anillos vacíos

               el sótano gris de una casa en Liniers.

              Tantas cosas...

              
               Un primo jamás concluido.

              
               Cuelgo mi memoria

               sobre esta pared hecha de ojos abiertos.


               Mi espacio ya ha sido ocupado

               pero el murciélago ufano

               se demora.


               Mientras tanto

               el verano,

               la tarde,

               me pertenecen.


Viene cayendo noviembre

Viene cayendo noviembre
desde el décimo piso.

Viene cayendo noviembre
desde hace meses;
agitando sus brazos,
pataleando en el aire,
dejando una estela de ceniza y miedo.

Viene cayendo noviembre
acercándose más y más al piso,
con la aceleración de la gravedad.

En picada cae.
Abriéndose paso,
golpeando sus últimos días
en el borde de los balcones,
cae sin dejar de caer.

Apoyado en el vano,
lo veo precipitarse.

Apartesé me dice una vieja.

Qué quiere que le haga.

No puedo.


Una cuestón de sinónimos

“Un virus podría llegar a interferir millones de computadoras en todo el mundo”  le anticipaban los titulares.
 El traqueteo del colectivo le impedía leer con claridad. Cerró el diario y divagó. Virus. Toxina. Germen. Microbio. ¿Habría algún otro? Cepa, quizá.
 Bajó en Chorroarín y la Avenida Del Campo.
 Cruzó, entró al hospital sabiendo que tendría que subir tres pisos por escalera, y se permitió seguir jugando con las palabras. Escalón. Peldaño. Grada. Hasta podría aceptar estribo.
En el primer piso se detuvo. Cuando sintió que la agitación pasaba, arremetió hasta el segundo, bien que con paso más lerdo.
 Tenía la impresión de que los escalones se hacían cada vez más altos. No importa, se dijo. No voy a detenerme precisamente ahora, que falta poco. Poco, escaso, limitado, insuficiente. Bastante fácil.
 Al llegar al segundo se sentó en el banco de madera, al lado de una anciana. Le pareció algo sucia, si bien la examinaba de reojo. Bajó la vista, y le descubrió una pierna estirada y enyesada hasta el nacimiento de los torcidos y sucios dedos.
 Todo lo asombraba. Todo era digno de verse, de ser apreciado, de ser estimado y observado hasta las últimas consecuencias. Incluso, de ser fotografiado. Por qué no.
 Viajando en el subterráneo, con frecuencia su distracción hacía que se pasara de estación, extasiado ante el incesante desfile de ciegos pulsando la guitarra,  chicos repartiendo estampitas, tullidos. Leía atentamente las fotocopias que le dejaban sobre sus rodillas explicando la sordomudez, el sida, la falta de trabajo. Las repasaba una y otra vez, como si estuviera a punto de rendir un examen.
 Era feliz porque lo ignoraba. Afortunado. Venturoso. Contento.
 Dichoso era.
Se asombró al descubrir que ya estaba en el tercero. Al final del corredor infestado de enfermos, sacó número. Hay para una hora larga, le dijo alguien sentado en el piso.
Tenía sueño.
Acomodó entre sus pies el portafolios con los análisis que le habían requerido y se apoyó de espaldas a la pared. Una cucaracha se movía con rapidez, pegada al zócalo podrido del pasillo. Cucaracha, se dijo. Cucaracha. Plaga. Insecto. Bicho. Cerró los ojos y de inmediato quedó así dormido, de pie, unido a la pared como si formara ya parte inseparable de la pintura descascarada, de los avisos al personal, de la imagen de la enfermera llevándose el índice a los labios, del retrato de Jesucristo.
Soñó.
Soñó con otro hospital, de gigantescas salas casi vacías, donde en cada una de ellas un solo enfermo ocupaba el centro de la misma. Los corredores se movían como ondulándose y preguntaba, a cualquiera que se le cruzase, por el lugar donde se almacenaban los dolores, las aflicciones. Estaba seguro (en el sueño) de que debía existir un sector oculto, disimulado quizá detrás de un paredón, al fondo de algún patio perdido. Alguien le sugirió que bajara al segundo subsuelo. Le hizo caso, y llegó hasta la sala de máquinas, desde donde partían confusos gemidos, y en los cuales reconoció su propia voz.
Cuando despertó iban por el ciento setenta y cuatro. Buscó su número en el bolsillo del saco. Tenía el ciento noventa y tres. Abrió el diario al azar, se encontró con el correo de lectores. El bache de Montiel al cuatrocientos había ascendido a la categoría de pozo y los días de lluvia se transformaba en una ciénaga. Ciénaga, pensó. Lodazal. Charco. Fangal. No podía parar. Barrial. Pantano. Albañal.
El semáforo de la esquina donde funcionaba la Escuela Gobernador Espiño hacía rato que daba solamente el amarillo titilante. Se había solicitado su reparación en incontables oportunidades. Se le ocurrió coyuntura. Ocasión. Vez. Posibilidad.
Alguien le sacudió el brazo.
¿Usted tiene el ciento noventa y tres? A usted lo llaman, déle.
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 Pasó la tarde caminando por San Telmo. En la plaza se sentó bajo un tilo y aspiró profundamente. Qué raro, se le antojó, los árboles no tienen sinónimos. Un tilo es un tilo. Un cedro, un cedro. Un eucalipto, un eucalipto. Y no hay nada que hacerle. Las enfermedades, tampoco. Una gripe es una gripe. Una hepatitis, una hepatitis. No terminaba de entender el porqué de estas cavilaciones baladíes, si por la mañana le habían dado una noticia tan difícil de digerir. Ni bien le informaron sobre el tumor maligno y su rápida diseminación, en forma automática se había puesto a razonar. Maligno. Catastrófico. Maléfico. Siniestro. Diabólico. Perverso.
Se levantó y siguió caminando. Sin fuerzas llegó a Perú al ochocientos, al edificio  donde vivía. El canceroso ascensor lo dejó en el décimo piso. Entró, dejó el portafolios sobre la mesa de la cocina y sin siquiera quitarse el saco se encaminó al balconcito que daba al patio interior.
Ahora me voy a tirar, dijo resuelto y en voz alta. Me voy a tirar abajo.
Me voy a arrojar. A lanzar.  Me voy a impulsar. A liberar. A desahuciar.
Voy a despenarme.
Y fue en ese momento que se le agotaron los sinónimos.

Una de estas mañanas

Una de estas mañanas
despertaré
sin estar decapitado;
y dejaré que mis huesos decidan
lo que quieren que les duela.

Una de estas mañanas
será lunes
y decidiré que no lo es.

Una de estas mañanas
haré un atado con todos los odios
y pagaré lo que me pidan
para que se los lleven lejos.

Una de estas mañanas
abriré los ojos temprano
en la madrugada;
y resolveré que voy a quererte del todo.
Caiga quien caiga.

Te llenaré la garganta de besos
de caricias
hasta que con un gesto de tu mano íntima
me detengas.

Y te indemnizaré
por todos los hastíos
por todos los rencores,
por un que ayer me dijiste
que una de tus palabras
que tu manera de mirarme
que tu risa
que tu algo.

Una de estas mañanas
comenzaré a caminar descalzo
sin mirar hacia atrás,
sin cruzar de vereda.
Aunque oyera la voz de mi padre.

Una de estas mañanas
me vengaré.
Ya verás.

Me vengaré de mí mismo.


Tener cincuenta y dos años

               A los cincuenta y dos años

               es como cabalgar sobre un lagarto.

               A veces una ducha,

               un poco de agua colonia,

               y salgo a pasear por el pantano.


               A los cincuenta y dos años.

               Vení,

               subite,

               vamos a cabalgar.

               Hacé girar la matraca dentro de mi boca.


               Hay días póstumos.

               Con la solapa levantada

               entro en los cines triple equis

               solo.

               Sólo yo y mi lagarto por el pasillo oscuro.


               Te pido,

               poneme la sangre en su lugar.

               Tengo desorden en los ojos.


               ¿Quién va a pintar mi dentadura de negro?

              
              ¿Quién va a detener mi cabeza

               cuando estalle el crepúsculo?

También la memoria

También la memoria
Arranca de la tierra a tus muertos
Y levanta en el aire sus raíces.

Como si el cementerio
Soportara la furia de un terremoto,
De un cataclismo
Que hace brotar los despojos
Y los deja patas para arriba.

Más aún.
La memoria te los hace hablar,
Te los hace caminar.
Tan bien,
que después acaban persiguiéndote.

En lo negro de la memoria
Afloran
Blancos de blancura
Los muertos nenúfares.

Y no te queda más remedio
Que regarlos
Con el olvido.
Así crecerán, con esos pétalos enormes
Ahí abajo.
Más abajo aún.
En tu memoria.

Soneto umbrío

Están los días en que a casa llego

y quieta, frente al pálido postigo

surge la sombra como un fiel testigo.

La sombra del que soy y seré luego.



Están las noches del febril sosiego,

la muerta cama , el dolor amigo

y otra vez la sombra, y el castigo

de odiarla y protegerla, como a un ciego.



Está la sombra vana, agazapada.

Sin ojos, sin luz y sin garganta;

pero a pesar de todo está y me canta.



Es mi viuda y lo sabe, y tiene tiempo.

Seguirá proyectándose en el suelo

cuando yo sea nada más que un duelo.

Soneto ajeno

No sé quién es. Lo miro y me sospecho.

No sé quién vive dentro de mi ropa.

Alguien que fuma, y canta. Y que galopa

dentro de mí. Bajo mi propio techo.



Yace conmigo en el insomne lecho.

Bebemos juntos de la misma copa.

Y en los días en que me rebelo en popa,

se ocupa del timón un largo trecho.



Caray con este yo, que es mi inquilino.

Que usa hasta mi nombre y mi apellido.

Habla en mi boca, camina mi camino.



Como un ciego parásito adherido

seguirá complicándome el destino.

¿ Sabrá bastarse cuando me haya ido?

Sólo tengo para ofrecerte

Sólo tengo para ofrecerte
esta hiedra que soy
esta enamorada del muro mío
que cada día que pasa
me va amordazando más y más
los brazos la lengua los ojos
mis fatigadas piernas.

Sólo tengo para ofrecerte
este cansancio que soy
estas legañas que son ya lo único que me queda
para mirarte.

Sólo tengo para ofrecerte
esta caricia temblada
y esta mano de inquietos huesos
que asoma de entre la hiedra.
Esta hiedra que soy.

Sólo tengo para ofrecerte
el amor que es lo único que decanta
cuando metés en la zaranda
todos los días todos los años
todos los minutos hechos de años
y todos los recuerdos las muertes
y la hija que sale de la sepultura
para reír al aire libre.

Sólo tengo para ofrecerte
mis ojos para tus ojos
mi voz para tu voz
mi sonido para tu sonido

Sólo tengo para ofrecerte
lo sobrante que ahora resta
el sedimento
te ofrezco que me busques a través de la hiedra
la hiedra que soy.
Allí me vas a encontrar oculto
No escondido.

Sólo tengo para ofrecerte
todo esto que soy
la esencia que vale
la borra la enzima el fermento el íntimo toro de Picasso.

Síntomas

Suavemente
Gradualmente
Voy adquiriendo
Los síntomas de los muertos.

En el caminar
En el pensar
En la manera de quedar conforme
Conmigo mismo.

En cómo observo a la mujer
A las hijas
Cómo escucho con atención
El silencio de los aserraderos
Las tormentas

Los síntomas de los muertos
Que se contradicen
Quizá por su similitud
Con los síntomas de los vivos.
Manos afiladas que vibran
Ojos que trabajan
Aún cerrados
La calva más calva, más reluciente
Las paciencias algo más ansiosas.

Desdén para con los medicamentos.

Los síntomas de los muertos
La compañía de la propia soledad
El ver cómo los amigos, de tan livianos
Se van volando
La risa respetable, seria
Más crudeza en las bromas
Más rústico el amor.

Más prosperidad en las carencias
Más verdad en las mentiras
Más locura en la sobriedad
Más elegancia en el harapo.

Singladura

Encuentro

(a veces sí, a veces no)

el derrotero de mi propia deriva.

Y como descubriendo las ruinas de la oscura nave

doy con el timón oculto por el musgo,

con la dormida y herrumbrada proa.



Vaya donde vaya

dejo estelas abandonadas.



Como aves marinas,

cadáveres de mis ancestros me siguen,

me persiguen hambrientos.



Guiado por la constante bruma

de un mar a otro voy errando

sin saber qué aguas me pertenecen,

qué cenizas me atraerán.



Danzan los horizontes a mi alrededor

(a veces sí, a veces no)

ofreciéndose.

Provocativos.



Si supieran que voy más allá de sus líneas.



Mas allá del allá,

donde otra vez

se abre la boca de la deriva.

Si te hablara de mis silencios

Si te hablara de mis silencios
Habrías quedado aturdido

Si te dijera de mis oscuridades
Te encandilarías

Si te contara de mis alegrías
Te habrías puesto a llorar.

Si te enseñara lo que sé
Podrías considerarte un completo ignorante.

En el fondo del hangar,
Oculto entre las telarañas de mi voz
Permanece el aeroplano
Que siempre imaginé.

Para hacerlo levantar vuelo,
Habría que reparar sus alas
Convencer a la hélice
De abandonar su silla de ruedas.

Eso ya no es posible.
No puedo contar con él.
Tendré que aguardar un día voraginoso,
Tomar carrera,
Elevarme por mis propios dolores.

Y empezar a vivir entre los soplos
Las ventiscas
El aire que ya no sabré respirar.