Cercano a los setenta años
descubro que llegan a mí, respuestas desconocidas.
Respuestas por las que nunca he preguntado.
Y así permanezco, confundido,
como si el peral me ofreciera manzanas
que tampoco le exigí.
La puerta permanece abierta,
mas las ventanas van cerrándose.
Se clausuran, digamos.
Más aún: desaparecen.
En Su infinita sabiduría
la Muerte me obliga a contemplar hacia dentro de mí,
como si me estuviera dando el tiempo necesario
para reflexionar
o para desconfiar de ciertas seguridades,
de ciertos recuerdos mejor dicho;
y volver a considerarlos.
Concentrado, sin entretenerme
con lo que ocurre más allá.
Me lo hace saber en forma de dolores privados,
íntimos,
dolores que me avergüenzan,
y para los cuales no causan efecto alguno
sufridas aspirinas,
complicados analgésicos.
Las ventanas, decía, se desvanecen
una a una
de forma imperceptible,
inexplicable.
Y así la casa va atardeciendo,
se va creando una cerrazón doméstica,
exclusiva, personal.
Es gracioso esto,
se cumple el sueño de la cerrazón propia:
una cerrazón dentro de tus propios muros.
Como si Ella quisiera traer algo de calma
- mientras merodea por los alrededores -
a este venero de agotada sangre.
Ahora estoy solo
y camino en la penumbra, sin vacilar.
Amoroso, amante.
Sin vacilar.
Y sin dejar de cantar para mis adentros.
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