Trasnochada es la mañana.
Y en el empedrado persiste
definitiva,
la huella de la última luna.
El ocre,
con la apariencia de la hojarasca agónica
aún respira.
Nada me es permitido llevar,
nada me es permitido recordar.
Sin embargo,
en el álbum de los otoños
custodio su fotografía.
Una imagen en blanco y negro
desde sus ojos celestes.
Adoquín y espuma
ella.
Sartén y tierra.
Con mi oído avizor,
incandescente,
trato de exhumar al menos
su idioma.
Rastreo sus manos,
perdidas entre tanta hoja reseca.
Sus manos que no ofendían
ni adelantaban la caricia.
Veo llegar al Barrendero.
Tararea.
Empuja.
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