domingo, 3 de octubre de 2010

Una cuestón de sinónimos

“Un virus podría llegar a interferir millones de computadoras en todo el mundo”  le anticipaban los titulares.
 El traqueteo del colectivo le impedía leer con claridad. Cerró el diario y divagó. Virus. Toxina. Germen. Microbio. ¿Habría algún otro? Cepa, quizá.
 Bajó en Chorroarín y la Avenida Del Campo.
 Cruzó, entró al hospital sabiendo que tendría que subir tres pisos por escalera, y se permitió seguir jugando con las palabras. Escalón. Peldaño. Grada. Hasta podría aceptar estribo.
En el primer piso se detuvo. Cuando sintió que la agitación pasaba, arremetió hasta el segundo, bien que con paso más lerdo.
 Tenía la impresión de que los escalones se hacían cada vez más altos. No importa, se dijo. No voy a detenerme precisamente ahora, que falta poco. Poco, escaso, limitado, insuficiente. Bastante fácil.
 Al llegar al segundo se sentó en el banco de madera, al lado de una anciana. Le pareció algo sucia, si bien la examinaba de reojo. Bajó la vista, y le descubrió una pierna estirada y enyesada hasta el nacimiento de los torcidos y sucios dedos.
 Todo lo asombraba. Todo era digno de verse, de ser apreciado, de ser estimado y observado hasta las últimas consecuencias. Incluso, de ser fotografiado. Por qué no.
 Viajando en el subterráneo, con frecuencia su distracción hacía que se pasara de estación, extasiado ante el incesante desfile de ciegos pulsando la guitarra,  chicos repartiendo estampitas, tullidos. Leía atentamente las fotocopias que le dejaban sobre sus rodillas explicando la sordomudez, el sida, la falta de trabajo. Las repasaba una y otra vez, como si estuviera a punto de rendir un examen.
 Era feliz porque lo ignoraba. Afortunado. Venturoso. Contento.
 Dichoso era.
Se asombró al descubrir que ya estaba en el tercero. Al final del corredor infestado de enfermos, sacó número. Hay para una hora larga, le dijo alguien sentado en el piso.
Tenía sueño.
Acomodó entre sus pies el portafolios con los análisis que le habían requerido y se apoyó de espaldas a la pared. Una cucaracha se movía con rapidez, pegada al zócalo podrido del pasillo. Cucaracha, se dijo. Cucaracha. Plaga. Insecto. Bicho. Cerró los ojos y de inmediato quedó así dormido, de pie, unido a la pared como si formara ya parte inseparable de la pintura descascarada, de los avisos al personal, de la imagen de la enfermera llevándose el índice a los labios, del retrato de Jesucristo.
Soñó.
Soñó con otro hospital, de gigantescas salas casi vacías, donde en cada una de ellas un solo enfermo ocupaba el centro de la misma. Los corredores se movían como ondulándose y preguntaba, a cualquiera que se le cruzase, por el lugar donde se almacenaban los dolores, las aflicciones. Estaba seguro (en el sueño) de que debía existir un sector oculto, disimulado quizá detrás de un paredón, al fondo de algún patio perdido. Alguien le sugirió que bajara al segundo subsuelo. Le hizo caso, y llegó hasta la sala de máquinas, desde donde partían confusos gemidos, y en los cuales reconoció su propia voz.
Cuando despertó iban por el ciento setenta y cuatro. Buscó su número en el bolsillo del saco. Tenía el ciento noventa y tres. Abrió el diario al azar, se encontró con el correo de lectores. El bache de Montiel al cuatrocientos había ascendido a la categoría de pozo y los días de lluvia se transformaba en una ciénaga. Ciénaga, pensó. Lodazal. Charco. Fangal. No podía parar. Barrial. Pantano. Albañal.
El semáforo de la esquina donde funcionaba la Escuela Gobernador Espiño hacía rato que daba solamente el amarillo titilante. Se había solicitado su reparación en incontables oportunidades. Se le ocurrió coyuntura. Ocasión. Vez. Posibilidad.
Alguien le sacudió el brazo.
¿Usted tiene el ciento noventa y tres? A usted lo llaman, déle.
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 Pasó la tarde caminando por San Telmo. En la plaza se sentó bajo un tilo y aspiró profundamente. Qué raro, se le antojó, los árboles no tienen sinónimos. Un tilo es un tilo. Un cedro, un cedro. Un eucalipto, un eucalipto. Y no hay nada que hacerle. Las enfermedades, tampoco. Una gripe es una gripe. Una hepatitis, una hepatitis. No terminaba de entender el porqué de estas cavilaciones baladíes, si por la mañana le habían dado una noticia tan difícil de digerir. Ni bien le informaron sobre el tumor maligno y su rápida diseminación, en forma automática se había puesto a razonar. Maligno. Catastrófico. Maléfico. Siniestro. Diabólico. Perverso.
Se levantó y siguió caminando. Sin fuerzas llegó a Perú al ochocientos, al edificio  donde vivía. El canceroso ascensor lo dejó en el décimo piso. Entró, dejó el portafolios sobre la mesa de la cocina y sin siquiera quitarse el saco se encaminó al balconcito que daba al patio interior.
Ahora me voy a tirar, dijo resuelto y en voz alta. Me voy a tirar abajo.
Me voy a arrojar. A lanzar.  Me voy a impulsar. A liberar. A desahuciar.
Voy a despenarme.
Y fue en ese momento que se le agotaron los sinónimos.

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