sábado, 2 de octubre de 2010

Segundo piso doscientos cuatro

             
A ella no le habría gustado.

Que la viera así,
digo yo,
con dos algodoncitos
sellándole la nariz.

Un pañuelo alrededor de la cara,
rematado en la cabeza
con un moño
sosteniendo la mandíbula.

Un moño anudado con primor.

Esa costumbre de abrir la boca
que tienen las madres muertas.

Ante el asombro,
quizá,
de conocer el arcano por dentro o,
también podría ser,
para no tener que seguir masticando
la bronca
que se llevan de este mundo.

Pocas cosas recuerdo.

Andaba por los cincuenta y cuatro años
y el techo de la habitación,
allí arriba,
parecía flotar

Acaso fuera yo entonces tan minúsculo,
tan ínfimo.

Miré por la ventana.

Una mujer bonita cruzaba la calle
y se perdía por Juncal.

A la otra mujer,
a la de los algodoncitos,
me habría gustado preguntarle ciertas cosas.


              

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