miércoles, 22 de septiembre de 2010

El hallazgo del señor Fainberg

Ese lunes, como de costumbre, el señor Fainberg salió de su casa para la oficina. Eran las seis y treinta de la mañana, y caminando hacia la parada del colectivo tropezó con algo que lo hizo trastabillar. Una vez repuesto trató de averiguar, tanteando con la punta del zapato, el motivo del traspié. Al agacharse y observar con detenimiento descubrió que había topado con un dolor. Sin pensarlo dos veces y aprovechando lo desértico de la hora, metió al dolor en su portafolios, el que cerró no sin cierta dificultad.
  - Para algo servirá - se dijo.
   Durante el día trabajó sin contratiempos y como no tuvo necesidad de su cartera, pronto olvidó aquel asunto. Pero sí volvió a recordarlo por la tarde, en el viaje de regreso. Ni bien llegó a su casa dejó el sobretodo y el paraguas en el perchero de la entrada, y abrió el cartapacio.
                                         
   Quizá valgan previamente unas pocas líneas sobre el señor Fainberg.

   Viudo desde hacía un tiempo y sin hijos, vivía aislado en un chalecito de una planta, bien conservado, del pasaje Espinillo en el Barrio Parque Avellaneda. Era afable y cordial en el trato pero carecía de relaciones, no se le conocían amistades. Gustaba de concurrir a todo tipo de espectáculos solo, o de cenar en algún restaurante del barrio sin más compañía que una entretenida lectura. Vivía para él, lo que le evitaba complicaciones de toda índole.
   Esa noche el señor Fainberg abrió el portafolios y examinó su contenido con curiosidad, sin tocarlo, como cuando se contempla un pez recién sacado del agua y aún con vida. Se sirvió un vaso de vino blanco y mientras lo saboreaba se preguntó sobre el motivo que lo llevó a traer ese dolor a su hogar. Buscaba una excusa a su proceder, inútilmente.
   Con envidiable esmero envolvió el dolor en una bolsa de supermercado, y así también lo guardó en el estante superior del placard. Se dio una espesa ducha, calentó la cena que le dejaba preparada de costumbre la señora Inés, y comió frente al televisor.
   El martes transcurrió sin dificultades. Con la imprescindible, con la debida rutina.
   Por la noche, vaya uno a saber por qué causas, no le fue fácil sucumbir al sueño. Unas ligeras pesadillas lo obligaron a levantarse, preparar un té y entretenerse nuevamente frente al televisor. Volvió a la cama a eso de las tres, pudiendo reconquistar el descanso.
   El miércoles hacia el mediodía una súbita tristeza lo cubrió, y en vez de almorzar
aprovechó su hora de descanso para sentarse en un banco de la plaza vecina, allí,
cerca de su trabajo, y observar con melancolía la copa de los árboles. De noche, en la soledad  del chalecito de una planta del pasaje Espinillo, habló en voz alta recitando palabras ajenas, pero que a él le sonaban familiares. Hablaba con una voz rota, perdida, mientras ambulaba por las habitaciones apoyándose en las paredes.
   El jueves y por primera vez en veinte años, el señor Fainberg faltó a su trabajo. Una ligera llovizna agrisaba el día. Desde la mañana se había sumergido en un letargo, en un sopor que crecía a medida que pasaban las horas. Durante la noche no cesó de mirarse en los espejos de la casa, de llorar en silencio.
   El viernes no se levantó. Ni siquiera para satisfacer sus necesidades. No desayunó ni atendió el teléfono, quizá porque ya no lo escuchaba. Uñas, barba y pelo le crecieron  de manera desmesurada, haciendo todavía más ófrico su aspecto. Ya entrada la noche lo atacó un martirio incontrolable y regurgitó sangre varias veces, en abundancia.
   El señor Fainberg se suicidó el sábado por la mañana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario