jueves, 30 de septiembre de 2010

Mataderos

   Manejaba a buena velocidad por Avenida del Trabajo, cuando el semáforo de Corvalán lo hizo incrustarse frente a la nada. Hacía calor, mucho calor. La camisa blanca se le pegaba a la espalda, sentía hervir la nuca, las axilas, los testículos.

   Un fuerte olor lo hizo mirar a la izquierda. A no más de medio metro de su automóvil, se había detenido también un camión de transporte de ganado. Las vacas  - apretujadas, prensadas - pataleaban en el piso del acoplado una y otra vez salpicando el aire con estiércol. La proximidad de los animales, el mugido a coro que se levantaba del camión como un sonoro espectro, lo hicieron sobresaltarse ligeramente.

   Una vaca, echada, lo miraba. Le vino a la cabeza la imagen de una esfinge. La tenía ahí nomás, al alcance de la mano. Sin pensarlo estiró el brazo a través de la ventanilla, pero no llegaba. Abrió un poco la puerta del automóvil y se inclinó. La vaca pareció entenderlo. Empezó a frotar la trompa con lenta fuerza , tratando de sacarla a través de los tablones.

   El hombre volvió a inclinarse más todavía, y logró acariciarle los belfos. Sintió la baba tibia, pegajosa, que le impregnaba la mano. Tocó por un instante el cuero húmedo y  vivo, la dura pelambre.

   De pura excitación puso primera y picó a lo fórmula uno, sin tener en cuenta los vistosos colores del semáforo. El camión recolector que venía por Corvalán lo lanzó a unos cuarenta metros de esta vida.

   El animal lo sobrevivió un par de horas.   

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