miércoles, 22 de septiembre de 2010

El viejo

  El viejo anduvo contento ese día.
  Para sobrellevar el domingo, su hija Flora y su yerno habían ido a pasear al Tigre con un matrimonio amigo. El viejo, entonces, también decidió tomarse el día para él. Ya desde temprano mantuvo una sonrisa tenue, imperceptible. Pero llena de promesas. Caminó por las cuadras cercanas a la estación acompañado de Aurora, la perra de la vecina; tomó una grapa en el bar frente a la placita, y volvió a eso del mediodía. Almorzó lo que le había dejado preparado su hija: sopa de verduras que él mismo recalentó, una gruesa rebanada de pan francés con manteca, un vaso de borgoña. Después de todo, ese domingo el viejo cumplía ochenta y tres años, y lo estaba pasando como lo tenía concebido desde hacía tiempo: solo, sin ninguna clase de agasajos por parte de la familia. Por aquellos días, el viejo se había guardado muy bien de mencionar la cercanía de su cumpleaños y contaba, para eso, con la ignorancia del yerno y el desapego de la hija.
  Todo le venía saliendo bien al viejo.
  Se despertó de la siesta algo agitado. Había soñado ligeramente con su mujer - era viudo desde hacía unos cuantos años - y con ciertos polvorientos días de la Primera Guerra. Bombardeos, corridas, racionamientos. Todo era una masa imprecisa de memoria desordenada.
  Sin embargo se levantó. Se lavó la cara con agua fría, quizá con la idea de purificarse, de arrancar de la cabeza  escenas que insistían en pervivir. Lo consiguió a medias, pero más tarde entendió que no iba a librarse tan fácil de esas huellas. Y decidió por fin, no discutirlas. Recordó que en el estante superior del placard - en la piecita del fondo, donde vivía - guardaba, confundido entre bolsas de ropa vieja y alguna que otra frazada, un álbum de fotografías de su juventud. La tierra natal,  padres, hermanos, el casamiento. Convengamos en que un álbum  familiar de fotografías no es muy diferente a un cementerio.
  Se subió a una silla y con dificultad abrió una de las puertas.
  Sucedió lo imprevisto.
  Toda la memoria estrujada y comprimida durante años en esa parte del mueble, cayó bruscamente encima del viejo haciéndole perder el equilibrio y empujándolo al piso, como tomando venganza del prolongado encierro.
  Aturdido e inmóvil quedó el viejo tendido en el cemento, por un buen rato. No lograba entender ni podía visualizar la cosa que le había caído sobre la cabeza, mientras sentía que cientos de imágenes que una vez habían sido propias, revoloteaban alrededor suyo confundiéndolo, postrándolo aún más.
  Atontado, inmóvil, el viejo dejó pasar el tiempo tratando de estarse quieto. Mantenía los ojos abiertos en dirección al techo, sin verlo. Una lejana bocina y unos ladridos le hicieron saber que estaba conciente, pero no osaba moverse.
   Permaneció de esa manera por más de una hora, hasta sentirse seguro. Entonces decidió levantarse, y lo hizo con asaz cautela. El dolor punzante en el costado izquierdo, que había sentido al principio, fue menguando. Eso lo envalentonó para sentarse en el borde de la cama. Miró con asombro de criatura las cosas que lo rodeaban: la ventana, unos pocos retratos, la mesa, el placard, la silla caída. Entre todas esas cosas, esos muebles, se le ocurrió al viejo que él era simplemente una substancia más, una cosa amarrada y maniatada a la cama por lo que le había caído encima un rato antes.
  Pero cada minuto que pasaba iba sintiéndose diferente. Los recuerdos se le agolpaban uno tras otro, eran caballos rabiosos cayendo al  abismo de su  cabeza. La confusión le crecía con intensidad, segundo a segundo, no tanto por el desconocimiento de esas imágenes, sino por la rapidez con que se reproducían.
  Volvió a recostarse y cerró los ojos. Lo atravesó una debilidad extrema, y al mismo tiempo toda su vida empezó a bailar alrededor suyo, en singular coreografía.
 Vio pasar varias muertes, o la misma varias veces. Reconoció algunos inviernos, pudo mirar de frente a su padre. Oyó la voz de su abuela, reprochándolo.
 Volvió a matar a un soldado.
-         Me cach´endié – rezongó casi sin voz, casi para sus adentros.
  Y la boca se le fue estirando hacia un costado, formándole  una sonrisa dislocada.
  La señora Flora y su marido tuvieron suerte.
  Al mes, la piecita del fondo pudo ser alquilada.

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