jueves, 23 de septiembre de 2010

Gran final a cargo de toda la compañía

   En el coche delantero viajan Leticia y los chicos. Un semáforo los detiene y el chofer - de anteojos negros y gorra de almirante -  aprovecha para escarbarse la nariz como si allí adentro hubiese un tesoro escondido. Mi mujer llora en silencio. No mucho. Hipea, eso sí. Los chicos, tristes y curiosos, miran por la ventanilla. Jamás estuvieron en este barrio. Todo es novedad para ellos, acrecentada por el hecho de faltar a la escuela un día de semana. Cambia el semáforo, el chofer pone primera y arranca suavemente. Hace una bolita con lo que tiene en la mano y, con la seguridad que le dan muchos años en el oficio, la deja caer con disimulo y no sin cierta elegancia, al costado del asiento. Leticia, sin dejar de sollozar, se quita el zapato izquierdo y se masajea el pie por un buen rato. Lleva también anteojos oscuros, enormes, que alza para mirar el cielo y examinar los nubarrones. Se saca el otro zapato. David, el menorcito, acaba de descubrir, fascinado, el botón que hace subir y bajar el vidrio. Ingrid hace globitos con la saliva.

   Quizá llueva.

   En el coche siguiente viajan mi madre, y sus dos hermanos: Marcos y Bernardo. Este último con su mujer, Sara. A mi tío Marcos se le nota el fastidio no más mirarle la cara. No le gustan los cementerios. Le hacen mal, quiero decir en sentido orgánico. Le traen descompostura y dolor de vientre. En el entierro del otro hermano, Salomón, no pudo aguantar más y vomitó sobre la montaña de flores, cuando ya el “chantre” daba las últimas notas. Lo tuvieron que sacar entre dos, estaba hecho un asco. A la vuelta tuvimos que parar en un boliche para que pudiera entrar al baño y limpiarse un poco, enjuagarse la boca. Mi tío Bernardo va delante y charla en voz baja con el chofer, que también usa anteojos oscuros.  Hablan del tiempo, de la humedad, de la probabilidad de chaparrones cercanos. El chofer le hace saber que para esos casos, la empresa tiene previstos, en el baúl de cada unidad, un par de paraguas. (Los choferes tienen algo de policías: todos llevan anteojos oscuros, y nunca dicen “coche” o “automóvil”. No. Dicen “unidad”).  Por lo tanto, no hay de qué preocuparse. Lo malo, insiste, es cuando hay que marchar detrás del cajón unos cuantos cientos de metros por esos caminitos embarrados. Mi madre está quieta, con una mano entre las manos de Sara y la otra en el bolsillo del saco de astrakán - el que destinó para siempre a los entierros - jugando suavemente con las monedas. Quizá no quiera  ser oída. Tiene los ojos colorados y los labios resecos, tensos. Se diría que sonríe. Sara, simplemente, está sentada. Con la delicada y esbelta  mano de mi madre entre sus manos de piel blanca, las uñas  comidas, negras.

   En el tercer coche está una de mis hermanas, Eva, y mi cuñado Iche. Cada uno mirando a través de la ventanilla que le tocó. Iche está impecable. De duelo. Zapatos negros recién lustrados, traje gris oscuro, camisa blanca y corbata al tono. Sus manicuradas manos se aferran a la pierna derecha, cruzada sobre la otra. Tiene la actitud del que piensa que así es la vida. Viaja silencioso, imperturbable y erguido. Eva, decente, como en todas las ocasiones. Iche no habla con el chofer. Jamás se le hubiera ocurrido, Dios libre y guarde. Ella, en cambio, habla hasta por demás. Ahora no, por supuesto. Lagrimea y masca un chicle, simultáneamente.

   Detrás va mi otra hermana, Susy, junto a su segundo marido que se llama Simón. Ambos, en esta oportunidad, también se pusieron anteojos para sol. Evoco a los mafiosos de las películas yanquis, en sus largos coches negros. Susy permanece estoica, como si la tragedia hubiese caído sobre ella pero sabe cómo dosificarla. Calza zapatillas, las mismas que usa para caminar por Palermo. Simón, de camisa leñadora, pantalón y campera de jean. Las manos, cruzadas sobre el vientre  dando  la imagen del escudo nacional,  sostienen el billete destinado a la propina del chofer. También con zapatillas, pero oscuras. El cierre de su pantalón, como siempre, está falseado.

   Llegamos.

   Primero entro yo. Mejor dicho, lo que queda de mí. Los demás, en orden, van estacionando. Me detienen frente al hall principal, y los varones se apresuran a recibir el privilegio de transportarme - cada uno que tome una manija, señores, por favor, sosténganse la kipá, y mirando hacia adelante - hasta la sala de lavado. Para ayudar (hay seis manijas, tres de cada lado) han concurrido deudos ajenos, de otros entierros. Pero no me quejo; se han esforzado como si fueran propios. Cierran las enormes puertas, y me dejan solo con los lavadores.

   Se me hacen carniceros, faenadores. Trabajan sobre mí con rapidez, con precisión, como los obreros de las grandes plantas frigoríficas. Mientras lo hacen escucho sus diálogos, me entretengo con las conversaciones, de a ratos también los oigo reír. Uno de ellos tiene manos fuertes, pesadas, me mueven como a un muñeco de paño; algunas gotas de sudor me salpican, pero no siento asco. Otro me da vuelta boca abajo. Alguien me envuelve. Son dos o tres. No más. Otra vez al cajón, y esta es la definitiva. Siento los martillazos sobre los clavos de lujo, los clavos que se fabricaron solamente para mí, y que  tardarán en pudrirse un poco más que yo.

   Acompáñenme. Por aquí, por favor. Ahora, hacia el templete del cementerio. Me ubican en el centro del recinto. Vaya donde vaya, recibo trato preferencial. La acústica hace que los llantos parezcan cataratas;  las toses,  truenos. Todos están parados a mi alrededor, cada uno se aferra a  los suyos, como si me tuvieran miedo. Me piden perdón. Aprovechando que todos miran hacia delante, mi tío Bernardo se rasca la espalda frotándosela contra el vano de la puerta. Hay algo así como un rumor uniforme que va ganando el espacio. Un rumor hecho de hipos y lamentos, de olores. Un rumor de humedad.

   Por fin, otra vez al aire libre. Oigo cómo se balancean con el viento las copas de los altos pinos. El aroma de los eucaliptos penetra en el cajón, como si algún espíritu inocente qusiera insuflarme algo de vida.

   A los tumbos va el pobre armatoste con el ataúd y  conmigo encima. Se deja empujar mansamente por los senderos que se abren entre la multitud de lápidas. Callecitas de silencio y mármol. Corredores de muerte. De olor a muerte. Olor que ni la espesa lluvia consigue hacer desaparecer. El séquito, como una escolta, me sigue  pertinaz. Seres que ya empiezan a serme extraños, casi desconocidos. Madre, mujer, hijos, amigos. Alguna vez, no hace mucho tiempo, tuve algo que ver con ellos. Caminan mirando a derecha e izquierda, los paraguas en alto, leyendo fugazmente las inscripciones en las piedras. Un gigantesco y entretenido libro conforma la literatura de los cementerios. Frases y  pensamientos  ingeniosas van repitiéndose en todas las sepulturas, y se me ocurre que pronto seré nada más que unas letras en bajo relieve Al aire libre.

   Dos hombres al lado del pozo, apoyados en sus palas, indican el final del trayecto. Empapados por mi culpa, no se atreven a odiarme. En realidad, odian al que está cantando nuevamente con los ojos entornados y las manos apoyadas en el cajón, (¡en mi cajón!) y que hace que este acto se haga interminable. Al lado del prolijo pozo hay una montañita de tierra. Y hay lamentos. Y hay lluvia. La lluvia que todo lo empareja, que todo lo hermana. Y que hace que la escena, por fin, concluya. Eficaz y rápidamente bajan el cajón.
Oigo los primeros terrones sobre la madera.

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