miércoles, 29 de septiembre de 2010

Le preguntaron si tenía interés en conocer la Biblia

  Le preguntaron si tenía interés en conocer la Biblia, y a través de la mirilla los vio tan prolijos, de inocente sonrisa, pantalón negro él, pollera negra ella. Ambos de camisa blanca,prolijos. Decentes.
  Les abrió la puerta y no le dieron tiempo. Eran jóvenes. Le metieron un trapo en la boca, se la sellaron con cinta adhesiva. Atada a una silla  ahí quedó, paralizada de miedo, de estupor.
   Al irse la dejaron así. Bajaron la cortina de enrollar,  apagaron la luz, cerraron la puerta. El departamento quedó hecho un revoltijo. Ella hizo lo único que pudo. Llorar en la oscuridad, en silencio, y esperar que él volviera del trabajo a eso de las ocho.
  Serían las cinco. La luz, fatigada, entraba a desgano a través de las ranuras de la cortina.
  A eso de las ocho se orinó encima. Pensó por enésima vez cuándo vendrá este pelotudo, sin saber que el hombre ya estaba subiendo por el ascensor.
  Oyó abrir y cerrar las puertas tijera. Oyó los pasos, la llave.

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  Encendió la luz de la cocina. Levantó del suelo la boleta del gas y la de las expensas. Se quitó el saco, abrió la heladera, echó un vistazo. Tomó un trago de leche y volvió a cerrarla.
  Al encender la luz del living lo primero fue un grito y un sobresalto. Con rapidez se acercó a la mujer, le arrancó la cinta, le quitó el trapo que le llenaba la boca. Ella no le dio tiempo.
 - ¡Desatame querés. Desatame. Desatame!
  Por algún motivo no la escuchó. Acaso el caos a su alrededor. Con que no hayan tocado los dólares, se dijo.
 - ¡Pero qué esperás, pedazo de infeliz! ¡Desatame te digo!
  Como si la mujer no existiera irrumpió en la cocina. Subió a un banquito, levantó la tapa de una de las cacerolas, miró adentro, suspiró aliviado. Ahora todo lo demás me importa un carajo, pensó. Se metió en el baño mientras los gritos lo apretaban sin piedad.
 - ¡Desatame, la puta madre, desatame querés!
 - ¡Ya va!  ¡Un momentito, esperá un momento, qué joderse...!
  Algo le hacía tomar con calma todo aquello. No había ocurrido ninguna tragedia, el dinero estaba, a ella no la golpearon, sería cuestión de volver a colocar todo en su lugar. Nada más.
 - ¡Ovidio desatame, por favor te  pido! ¡Mirá cómo estoy, hecha una inmundicia, hace horas que estoy así, Ovidio, quiero ir a lavarme! ¡Desatame, infeliz!
  El no podía poner orden en sus ideas. Como si el aquelarre del living se hubiera instalado también en su cabeza. Como si los intrusos, además de dar vuelta los placares, le hubieran traído a la superficie  los sentimientos aquietados durante años, doblados y ordenados en el fondo de sus propios y particulares cajones. 
  Tenía la intención de desatarla.
  Algo hermético, misterioso, se lo impedía.
  Quién sabe, la idea de ver a su mujer imposibilitada, aunque más no fuera una sola vez en la vida, lo animaba.
 - ¡Pero qué mierda estás esperando, Ovidio! ¡Desatame de una vez!
  Se sentó en el amplio sillón frente a ella. Encendió un cigarrillo, apagó el fósforo, lo tiró al piso. Trajo una botella de cognac, una copa y volvió a sentarse. Se recostó con los zapatos puestos, apagó el cigarrillo aplastándolo contra el parquet, miró a su mujer.
  Le costaba pensar. Imaginó que esta situación no podría durar para siempre. En algún momento - se dijo -  tendría que desatarla.
   Exaltado, se puso a caminar sobre el sillón, a zancadas, todavía con los zapatos. Se lo veía desencajado, los ojos dilatados, enrojecidos.
   Fumaba uno tras otro, siempre usando el piso como cenicero.
  Se sonaba la nariz con las manos, limpiándose en la funda de la muda cretona.
  Terminó con el cognac, empezó con el whisky.
  Escupía sobre los patines: no se animaba a hacerlo sobre la madera lustrada.
  Puso el televisor al máximo.
  Para sostener su coraje acercaba la cara frente a la de su único espectador. Le clavaba la vista, desafiándola.

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  Antes de salir a la calle, aspiró profundo y llevó a los pulmones todo el aire de la cuadra. Acaso se sintió ganador, ignorando cuál era el premio ni contra quién o contra qué jugaba.
  Acaso se sentía perdedor.
  En el bar de la esquina buscó una mesita por el fondo, tomó un diario y pidió un café.
 



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